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viernes, 21 de marzo de 2008

El misterio del sepulcro vacío


LA PARTE INTERIOR DE EL JARDIN DE LA TUMBA EN JERUSALEM. FOTOGRAFIA 2007 DE WALTER EDUARDO RODRIGUEZ CAMPOS


En la película The body (El cuerpo), estrenada en 2001, Antonio Banderas interpreta a un jesuita enviado a Jerusalén por El Vaticano, con el objetivo de investigar el hallazgo de una tumba que guarda los restos de un hombre crucificado. Las primeras pesquisas conducen a los científicos a formular la hipótesis de que, en realidad, se podría tratar del sepulcro de Jesús de Nazareth. Un afamado arqueólogo dominico, que forma parte del equipo de investigación, enloquece y se suicida por el tormento que le causa la posibilidad de que la tumba conserve los huesos de Jesús. Según él, y la premisa teológica de la cual la película parte, este acontecimiento anularía la Resurrección del nazareno y daría al traste con la fe cristiana.
Pensemos, por un momento, en que esta historia de ficción fuera real. ¿Ciertamente dar con el esqueleto de Jesús, en cualquiera de las muchas excavaciones que hoy en día se practican en la ciudad de Jerusalén, negaría su Resurrección y cuestionaría los pilares de la doctrina de la Iglesia católica? En mi opinión, no es sostenible en la actualidad afirmar que el cadáver de Jesús fuera, por deseo de Dios Padre, recompuesto, reanimado y devuelto a la vida física en condiciones biológicas anteriores a su muerte. Por ejemplo, en su célebre libro Introducción al cristianismo, editado hace casi cuarenta años, el joven teólogo Joseph Ratzinger insistía en que «Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir». Análogamente, tampoco me parece digerible que Jesús de Nazareth apareciese y desapareciese ante sus discípulos, digamos, en materia orgánica. Y soy también muy escéptico, claro está, respecto a que se diera a conocer de forma fantasmagórica o espectral.
La Resurrección es, a la vez, un hecho real y metahistórico, que los discípulos de Jesús -quizá en primer lugar María Magdalena y un grupo de mujeres- van descubriendo al poco tiempo de la crucifixión. Mientras que los textos pascuales son, ante todo, relatos no históricos y fundamentados en la experiencia de fe de los seguidores de Jesús. Cumplen un fin muy definido: Transmitir -a las gentes del siglo I de nuestra era- que Dios ha resucitado a Jesús y le ha concedido la vida eterna. Sus redactores jamás pretendieron que los Evangelios se clasificasen dentro de los tratados de historia ni, por supuesto, de biología.
Y tal y como cada vez más teólogos explican, la resucitación del cuerpo de Jesús descrita en la escrituras debe entenderse en el contexto de las categorías antropológicas y religiosas de los primeros cristianos, en donde -lejos por ejemplo de la filosofía platónica- la disociación del cuerpo y el alma costaba ser concebida. Para la mentalidad religiosa o filosófica de muchos de los pueblos del Mediterráneo y de su contorno, en los albores del cristianismo, el anuncio de la Resurrección de Jesús debía venir acompañado de la presentación de testigos que hubiesen presenciado la resucitación del cadáver.
En definitiva, la resucitación del cuerpo de Jesús y su ulterior ascensión a los cielos no son un desafío o una contraposición de Dios a las leyes de la naturaleza sino, más bien, se trata de creaciones literarias, que utilizan el lenguaje y los criterios culturales de la época o de las comunidades en donde los evangelios fueron redactados. En palabras acertadas del teólogo vasco José Antonio Pagola, extraídas de su reciente y propagado libro Jesús-Aproximación histórica, para los primeros cristianos «es impensable imaginar a Jesús resucitado sin cuerpo: sería cualquier cosa menos un ser humano».
Otra hipótesis de gran interés descansa en que el cuerpo de Jesús fue arrojado a una fosa común, no permitiendo a sus familiares o discípulos recuperarlo y, en consecuencia, tampoco proporcionarle una sepultura conforme a las costumbres judías de aquel tiempo. Diversos historiadores han precisado que el destino final de los crucificados era corrientemente una fosa de este tipo, en donde los cuerpos eran confundidos, no podían ser identificados y se perdían para siempre. No falta algún reputado teólogo, por ejemplo Xabier Picaza, que se muestra más partidario de esta teoría. ¿Ocultaron intencionadamente los discípulos de Jesús que su cuerpo fue abandonado en una fosa común por la humillación que este hecho representaba? Los versículos del Nuevo Testamento que hablan de la sepultura de Jesús en una tumba y la enigmática figura de José de Arimatea, encargado de ello, siembran muchos interrogantes.
Y aceptando que Jesús fuese sepultado en una fosa común y, en concreto, la imposibilidad de rendir culto a su cuerpo muerto en un lugar bien determinado, ¿no pudo facilitar, en mayor medida, a sus seguidores percibir y convencerse de que Jesús seguía vivo, en medio de ellos, porque Dios lo había resucitado entre los muertos? Dicho de modo inverso y una vez desechada la resucitación del cadáver de Jesús como hecho histórico: ¿Tener correctamente localizado el cuerpo muerto de Jesús en un sepulcro no habría obstaculizado anunciar su Resurrección para las gentes de aquel tiempo?
Sabemos que unas pocas páginas contenidas en el Nuevo Testamento han condicionado, severamente, la vida de millones de personas a lo largo de casi dos mil años. Lo seguirán haciendo en el futuro. La fe cristiana tiene su origen en la Resurrección de Jesús. Sin Resurrección de Jesús no existe doctrina cristiana. Pero la Resurrección no es sinónimo de resucitación, ni esta última es condición sine qua non para la primera.
Imagínense que, en el futuro, los restos mortales de Jesús fuesen encontrados en un sepulcro. En 1968 ya se descubrió en Jerusalén, de manera casual, un osario con los restos de un joven de algo más de 20 años y de nombre Yehohanan, que murió víctima de la crucifixión. El año pasado, el director de cine James Cameron presentó un documental -no falto de dosis de sensacionalismo- en el que mostraba los supuestos osarios de Jesús y de su familia, localizados en Jerusalén, pero cuya veracidad no ha convencido en absoluto al mundo científico.
De todos modos, no importa que el sepulcro no se halle vacío. Respondiendo a la pregunta planteada al principio, el hipotético hallazgo de los huesos de Jesús no podrá nunca poner en tela de juicio la fe católica. Puede ser que obtenga el efecto contrario: Quizá sirva para transmitir más adecuadamente el mensaje cristiano a los hombres y las mujeres del siglo XXI, pues se ajustaría más a la racionalidad que distingue su discernimiento. Y, evidentemente, ningún cristiano perderá la fe o la razón, a diferencia de lo que la película The body nos relataba.
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Fuente: ABC.es